Los locos del pueblo

Una vez conocí a dos locos de pueblo que se perseguían uno al otro con armas ficticias. Lo mejor vino cuando llegó la hora de la boda en medio de la Sierra, las luces de baile y la banda en las bocinas aturdían todo menos a los dos locos que corrían igual pero ahora con cerveza.

Se herían con chasquidos y sombras de manos que dibujaban disparos de vaqueros entre el frío, la fiesta y el cielo tupido de estrellas; se les veía cabalgar, se les veía estallar la risa en el vaho, los traicionaba el enojo y el desenfado de enredarse entre los invitados, tiraban sillas y desaparecían tras las casas reapareciendo sólo para seguirse hiriendo en una muerte eterna entre personas que celebraban.

Y ahí estaba yo, limpia, separada de todo, enfundada en unos jeans nuevos-intactos, color rosa pálido de pana, suéter de lana a rayas y una falta de ganas de estar ahí. Pero los locos me divertían en la típica postal del México rural del siglo antepasado. Observaba de lejos recargada en el coche y fumando nubes.

-Mira, sí es verdad que siempre hay dos locos de pueblo

Una “leve desviación” de carretera entre amigos se convirtió en tres días de boda celebrada en algún lugar de la Sierra Norte de Puebla. Ahuacatlán, donde “crece el aguacate” refresca con ese mismo fruto las bocas sudorosas de picor con el que cocinan el mole negro para la celebración de bodas, bautizos y demás fiestas importantes.

Los tres platos enteros de mole que comí, los acompañó de ley un aguacate de cáscara fina que hacía las veces de vaso de agua porque naturalmente agua no había.

Es para que te lo comas con todo y todo y sólo dejes el hueso- dijo uno de los sombrerudos que me vio tan callada porque yo, la invitada incomprendida no podía con que no hubiera algo que no picara en algún lugar de esa casa o del pueblo, ni tan poco concebía cómo y de qué modo tan inusual el uso de las cosas ahí, eran siempre otras.

Las tortillas de maíz negro eran cubierto y servilleta, las ropas enlodadas se usaban en el campo y en la boda, la cerveza fría o caliente era lo mismo que un vaso de agua, los totoles eran mascota o cena, los huapangos se tocaban, cantaban y bailaban en la sala, en la cocina, en el comedor o en el patio. Siempre, con la misma enjundia.

Esa ambigüedad que rehusaba poco a poco me fue envolviendo.

Con esos jeans rosas fui a la boda y fui al campo, bailé huapango en la sala y en la cocina, me los quité para nadar en el río, me los puse para huir del torrencial, me escondí en el gallinero, me los quité para tallarme mezcal en el cuerpo para no enfermar y me los volví a poner ya secos para calentarme con ese mismo alcohol.

Sin darme cuenta los locos me envolvieron, para el tercer día ya no quería irme de ahí.

ahuacatlán puebla

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